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jueves, diciembre 09, 2004

(9) Ernesto Bebilaqua

Segunda parte


Ernesto Bebilacua vivía en una casona incrustada en medio de un enorme terreno atiborrado de árboles frutales. Ernesto, Diana, y sus dos pequeños diablillos disfrutaban de aquel paraíso ubicado a setenta kilómetros de la capital.
Tuky, como le decíamos su amigos, era flaco, alto, y bueno. Pecoso, de pelo color paja y de la misma contextura de esta, imposible de peinar. Cuando se calzaba las gafas para leer, su rostro adquiría el aspecto intelectual de esos personajes que hacían de intelectuales en las películas de Hollywwod.
Nos conocíamos de toda la vida, siempre vecinos, y amigos a muerte, primaria y secundaria juntos, en el mismo banco, en las mismas fiestas, y a veces hasta con los mismos amores. No recuerdo haber tenido una pelea importante con el, discusiones sí, muchas y continuas, éramos de confrontar cada una de nuestras ideas, de profundizarlas y desmenuzarlas, a veces nuestras charlas terminaban cuando salían los primeros rayos del sol, sentados en las mecedoras del porche de casa, o en la suya, durante el verano, en invierno, la cocina, o el dormitorio, mate cocido para el, té para mí.
Los años de la facultad alteraron nuestra rutina, pero no lo esencial de nuestra amistad. Yo fui a parar a la casa de tío Chochí, hermano de mamá, Tuky, se instaló con la abuela y abuelo maternos.
En los primeros tiempos de nuestra estadía en Buenos Aires, nos encontrábamos en el café de Rojas y Rivadavia, que ya no existe. Como al año, me di cuenta que nuestras charlas en el café cada vez se hacían más espaciadas, no es que nos viéramos menos, con una excusa u otra Tuky se las ingeniaba para venir a lo del tío Chochí, quedarse a cenar y luego seguir la tertulia en mi dormitorio o en la cocina, como siempre hasta el alba, claro que para mí no era lo mismo, y supongo que para el tampoco.
Si bien mis tíos eran macanudos, teníamos que cuidarnos de no excedernos en el volumen de nuestras apasionadas charalas. Al comienzo de esa etapa pensé que, por algún motivo que ignoraba prefería cenar en casa y no en lo sus abuelos, también pensé que el problema podía ser económico, me ofrecí a pagar el módico café, pero no, no dio resultado, hasta que una noche caí en la cuenta del por qué de tal empecinamiento. Pero que boludo fui, digo, soy, Acaso era necesario ser un genio para ver las torpes maniobras de acercamiento del Tuky? Si hasta el propio tío Chochí se había dado cuenta.
Mirándola bien, la prima Diana había crecido un montón. Ya nada quedaba de la flaca desgarbada que correteaba con sus canillas esqueléticas, y sus dientes de frenillos prominentes por los pastizales de la quinta del abuelo durante las compartidas vacaciones de verano. La chiquilla había crecido, ¿Qué tendría ahora, quince, dieciséis? No se, para mi seguía siendo una nena. Claro que si la mirabas con atención la nena tenía lo suyo, por delante y por atrás, además de esa carita de ángel que… bueno después de todo creo que terminé comprendiendo al maldito bribón. Como ya se imaginarán, la cosa terminó bien, el roba cunas tuvo que esperar unos años, cuando Diana cumplió los veinte se casaron.


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